Rompeolas de Miguel J.R. en Flickr
¿Por qué será que disfrutamos tanto dando un paseo por un rompeolas? ¿Por qué nos gusta contemplar la inmensidad del mar desde ese lugar? Seguramente por la seguridad, por la confianza, por la tranquilidad que da ver desde una barrera, resguardados de las embestidas, el espectáculo de rabia, de ruido y sal, de color, que se produce cuando las olas estallan contra las rocas.
Pero, ¿qué sucede cuándo no existe esa barrera? ¿Qué sucede cuando nosotros somos el rompeolas? Lejos de evitar ese momento, lejos de buscar la seguridad que antes podíamos tener, debemos afrontar esa situación con voluntad y con pasión. Ya no somos espectadores del rudio del mar, somos actores en esta película oceánica que es la vida y de la cual no podemos escapar, y tratar de evitar esa situación nos puede proteger en un primer momento, en el primer golpe, pero a la larga nos hace más indefensos todavía de lo que éramos antes. Porque para saber combatir y saber defenderse de los azotes del mar, debemos vivirlos, y cada tempestad es diferente.
Las olas cesan, el viento deja de soplar, y el mar yace tranquilo, vuelve a la calma. Ahora podemos regresar al refugio del rompeolas, la batalla está ganada, y hemos participado en ella, hemos aprendido cómo ganarla, estamos aún más preparados para la siguiente.
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